Yo estuve en un grupo de consumo y fue maravilloso durante un día. Íbamos a cambiar el mundo sin necesidad de cambiar un solo hábito de nuestras vidas.
Después del discurso inaugural, pasamos a discutir la lista de alimentos que debían ser la base del pedido.
Entonces, empezó el lío.
–Yo quiero quinoa ecológica, aunque sea de a tomar por culo –dijo uno.
De nada sirvió decirle que la avena le sentaría mejor, y que además ayudaríamos a unos conocidos que estaban empezando a cultivarla.
–Yo quiero gofres ecológicos para el desayuno de mis hijos –exclamó otro.
De nada sirvió decirle que cuando los gofres llegaran, estarían más secos que los que venden en la tienda de la esquina.
–Yo quiero Yogui Tea –añadió el de más allá.
De nada sirvió decirle que eso era mejor comprarlo a título personal en el herbolario.
–Yo creo que deberíamos pedir solo lo básico: harina, arroz integral, azúcar sin refinar... –comentó otra.
De nada sirvió, porque saltó una y remató la faena con el argumento de que el grupo era un espacio de libertad.
Ni que decir tiene que el grupo duró lo que duró el entusiasmo de los tres más entusiastas, y que cuando la movida se acabó, todo el mundo volvió a hablar de quedar algún día para hacer algo juntos.
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