En teoría, todos estábamos de acuerdo en que la formación del grupo era una buena solución, pero en la práctica el proyecto se desmoronó en apenas unos meses. En realidad, solo estábamos dispuestos a sustituir unos productos por otros, sin cambiar nada de nuestros hábitos de vida.
Da la impresión de que nos habíamos quedado en lo obvio: la mala calidad de los alimentos y el deterioro de la tierra, olvidándonos de que la red comercial convencional nos ha moldeado de tal manera que nos ha vuelto antojadizos con la cantidad de posibilidades que nos ofrece, y ese afán de abundancia lo trasladamos al grupo de consumo inconscientemente. En ningún momento nos preguntamos qué han hecho con nosotros tantos estímulos como hemos recibido de la sociedad de consumo voraz, ni en qué nos hemos convertido. Preguntas a las que resulta fundamental encontrar respuestas antes de poner en marcha cualquier proyecto de cambio, porque no basta con reconocer las causas de los problemas, sino que es importante reconocer que las consecuencias están tan arraigadas en la sociedad como en nosotros mismos, como no podía ser de otra manera, ya que formamos parte de ella.
Éramos un grupo de personas realmente formidables. La mayoría teníamos formación universitaria, don de lenguas y vastos conocimientos en el noble arte de la papiroflexia, y sin embargo, no fuimos capaces de destinar el dinero gastado en bagatelas tecnológicas a la puesta en marcha de un proyecto de vida modesta que nos permitiera tener todo el tiempo del mundo para dedicarlo a crecer como personas y no como individuos.
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