Era domingo por la mañana y yo estaba leyendo tranquilamente el periódico en el salón de casa. Por lo visto, un chaval de 17 años llamado Ben Pasternak había ganado 500 millones de dólares con una aplicación para dispositivos móviles, que consistía en ese juego de encajar triángulos de color negro para crear formas nuevas, pero digital y en color. Después, ganó otros 500 millones con otra aplicación que ayuda a poner orden en el laberinto diario de actualizaciones en redes: Facetter, Twibook, etc.
Entonces, de la cocina llegó un ruido tremendo, como si a mi hijo se le hubiera caído la ensaladera de cristal.
-¡Me cago en la puta! -exclamé. Este hijo mío no va a espabilar nunca.
Diez minutos después, apareció mi hijo en el salón. Yo le estaba esperando con el cuchillo entre los dientes y cuando le tuve a tiro...
-Tío, ¿qué has liado en la cocina?
-Perdona, papá, soy un desastre. Se me ha caído la ensaladera de cristal con todo el brownie de chocolate. De verdad que lo siento.
-¡Joder, despierta de una vez! Por si no te has dado cuenta estás en el planeta Tierra y a los carnerrositas como tú los sirve Amazón a domicilio en menos de una hora.
Estaba a punto de sermonearle hasta el final de los tiempos con el ejemplo del tal Ben Pasternak, que a su edad ya había ganado 1.000 millones de dólares, cuando mi hijo cambió el gesto. Parecía en paz consigo mismo.
-Papá, quiero ser cabrero, un buen cabrero.
Entonces, el periódico salió volando y yo me levanté para darle un abrazo muy, pero que muy afectuoso.
-¡Qué alegría me das, hijo! Por un momento temí que me hicieras caso y te dedicaras a la informática esa.
-No, papá, eso nunca. Me gustan más las ubres, son más agradables al tacto que las teclas del ordenador.
-La verdad es que el brownie estaba asqueroso -dije en un ataque de auténtica sinceridad que bien podría pasar por falsa.
Pero, ¡qué más da! Estaba exultante, como un trozo de madera de pino al que le hubiera salido una astilla de castaño. El mundo no se había parado, pero al menos parecía un poco más humano.
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