Un día estaba en mi trabajo de bibliotecario cuando entró un hombre muy bien equipado para la práctica del aperitivo en el próximo bar con claras intenciones de hacer una consulta en Internet.
Le dije atentamente que tomara asiento y que siguiera mis instrucciones y él, más atentamente todavía, me contestó que hiciera yo mismo los honores, porque desde que se había prejubilado cum laude no había vuelto a tocar un ordenador, por no acordarse de su antiguo trabajo.
Así pues, seguí sus indicaciones al pie de la letra y cuando me quise dar cuenta estábamos navegando por la página web de una conocida marca de coches. Entonces me indicó una ventana donde ponía Clase E, y apareció la foto de un deportivo junto a las características técnicas y el precio a partir del cual el deseo se convertía en realidad: 47.000 del ala.
Durante una milésima de segundo que me parecieron dos, noté como si el eje de la tierra se hubiese ido un momento a sacar unas fotocopias y me vino a la cabeza la idea de que mientras el país estaba perdiendo en planta y alzado lo que ganaba en perfil, el menda ese se entretenía en ver dispensadores de CO2 metalizados, tan solo porque el derecho al ego está garantizado por la Constitución.
Pero la función todavía no había terminado, y mientras se dirigía a la casilla de salida empezó a relatarme de viva voz que él tenía un modelo Clase C, con el que apenas recorría 1.833 km al año.
En cuanto el buen hombre se fue, yo seguí con mis quehaceres laborales, que a esas horas consistían, básicamente, en acercarme al ayuntamiento a por un paquete de papel higiénico antes de que se acabara el último rollo.
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