Hartos de la situación repugnantoide en la que vivíamos nuestra vida de campeones de la miseria, un grupo de personas formamos una asociación sin ánimo de lucro, asamblearia, expectorante y conmutativa para fomentar el interés por el interés general.
El primer día, nos juntamos en un parque para tratar el tema. De pie, formando un círculo, fumando el que quería, cada uno dio sus razones para estar allí.
-Me siento solo y busco compañía -dijeron cinco, casi de golpe.
-Me siento atrapada por la desidia y necesito un proyecto que me ponga en marcha -añadió otra.
-Vengo para no divorciarme definitivamente de mi pareja
-explicó un chavalote a mi lado.
-Nosotros dos hace poco que vivimos por aquí y no conocemos a mucha gente -dijeron, no me acuerdo si dos o tres de ellos.
-Yo tengo tiempo por las tardes, después de dejar a los niños en clase de piano-bar -comentó otro.
-Yo quiero cambiar el mundo -concluyó el más joven.
Una vez puestas las cartas sobre la mesa, llegamos a la conclusión de que, en realidad, queríamos conocer gente con la que llenar algunos huecos de nuestra vida, por lo que debíamos transformar el proyecto en un Club de Amigos y proponer actividades como el parchís, los dardos o quedar para ver prácticos tutoriales en internet y, por qué no, algún vídeo de lo más interesante. Incluso, a última hora, ya más relajados, alguien propuso confeccionar, poco a poco, unos disfraces para desfilar en los carnavales todos juntos en plan charanga dando papaya.
Desde entonces nos va genial. Llevamos ya siete años, dos de ellos se han casado entre sí y ya vamos por 33 socios.
En cuanto al que quería cambiar el mundo, de la manera más elegante lo mandamos al paralelo 180 en su confluencia con el meridiano 23, para que se fuera curtiendo sobre el terreno.
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