Aprovechando que me quedaban 10 euros de invisibilidad, el domingo por la mañana me dispuse a seguir a cierto sujeto por si cometía alguna fechoría y se hacía merecedor de un correctivo a medida.
Y efectivamente, así fue. Lo seguí hasta una tienda de alimentación, donde con total naturalidad compró bollería industrial variada para el desayuno de sus hijos. Pero eso no iba a suceder, ningún niño se merecía pasar por algo tan desagradable. Así pues, cuando nuestro hombre se dirigía tranquilamente hacia su casa, en una esquina solitaria le di el cambiazo total por otra bolsa igual que contenía: carne de membrillo casera que hice el otro día, con un mínimo de azúcar para mantener el sabor acidillo del fruto amarillo, yogur de leche de cabra cabra y unas galletas veganas muy sosas y refrescantes. Sí, eso era lo que iban a desayunar los niños. Comida de verdad, que los mineralizase, vitaminase y le diera el punch necesario para comerse el mundo durante 12 horas seguidas, sin necesidad de pasar por la casilla de salidad y sin comerse las 20.000 chucherías de marras.
Ja, ja, ja, me partía de risa mientras le seguía, expectante por ver la cara que ponían todos al descubrir el saludable pastel. Cuando llegó a casa, puso la bolsa encima de la mesa de la cocina y llamó a los niños para que desayunaran. En ese momento, sonó el móvil y se alejó de la cocina para atender la llamada. Los niños, que estaban hambrienturientos, no esperaron ni un segundo para sacar lo que había en la bolsa y ñam, ñam. Pepito abrió sin contemplaciones el yogur y cuando el sabor agrio inundó sus pupilas gustativas, tal cual lo devolvió. Luisito metió el cucharón en la carne de membrillo y cuando notó la acidez, la soltó tal cual. Juanita mordió una de las galletas veganas y le pareció que estaba chupando directamente una acelga, por lo que la soltó tal cual. Entonces, el padre volvió a la cocina y se encontró con el panorama de frente. "Papá, esto que has traído para el desayuno está asqueroso", exclamaron los chavales.
Vaya marrón, la había liado parda. A pesar de que mis intenciones eran buenas, el resultado había sido desastroso. Por suertem todavía me quedaba un euro de invisibilidad y pude poner pies en polvorosa sin mayor contratiempo. No sé, quizás algún día los niños adquirieran hábitos saludables de alimentación, y en cuanto a mí, me vendría bien dejar el enganche a la invisibilidad y mirarme más al espejo. Estaba claro que otra vez había intentado cambiar el mundo antes de dar tres vueltas al hogar.
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