Da gusto volar abrazado a una mariposa por la ladera de una montaña que rezuma cantueso. Parece frágil, pero se sabe todos los trucos para sortear con éxito los caprichos del aire.
¡Vaya! La mariposa ha visto a otra que le gusta más que yo y ha soltado lastre en un instante. Ahora estoy tirado en un zarzal. No importa. Pasa una mariquita y me invita a ser uno de sus pequeños puntos sobre las alas. Acepto encantado y nos vamos a comer pulgones. Ese lagarto tiene la lengua muy larga. Haríamos bien en salir volando de aquí.
Aterrizamos en una planta de tabaco en flor. Las abejas están poniéndose finas. Aparece un agricultor y aprovecho para encaramarme a su sombrero de paja para disfrutar de la perspectiva humana. Parece majete. Ha saludado una por una a las gallinas llamándolas por su nombre, y al burro le ha dado medio pudin de alfalfa casero que tenía una pinta estupenda.
¡Mira, se está abriendo uno de los huevos!
¡Cáspita, una de las gallinas viejas coge el camino del caldo!
Un petirrojo me llama y me voy con él de patrulla. Hemos ido a un madroño y después de cuatro picotazos a los frutos más rojos no podíamos ni mover las alas. Éramos presa fácil, pero allí todos íbamos a lo mismo y el buen rollo era general.
Me he despertado de noche. El petirrojo ya no está. Una luciérnaga viene hacia mí. Intento convencerla para que me cambie su luz por mi pañuelo de la suerte. "Candil, candilón, cuenta las veinte que las veinte son", me dice mientras se aleja haciendo un arco iris.
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