viernes, 31 de agosto de 2018

Practicando al límite el noble arte de la buena vecindad


355 días al año, practicar la buena vecindad en la huerta me requiere cinco minutos de conversación, a la sombra en verano y cerca de la estufa de leña en invierno.

Dos días al año, me requiere dos horas y 48 minutos limpiando el trozo de regadera que me corresponde.

Ocho días al año, me requiere 47 minutos regando la huerta del vecino, mientras él disfruta de unas merecidas vacaciones de sí mismo.

Y ya.

Luego, los días transcurren más o menos en plan oye, tunante, llévate ahora mismo esta cesta con bien de todo. A lo que se contenta, pues grandísimo Satanás, llévate tú esta otra con lo mejor de cada mata. E inmediatamente se sale corriendo para no entrar en una escalada de embustes y exageraciones que puede ser interminable.

Sin embargo, todo hay que decirlo, hay un vecino que ni siquiera acorralándole por las buenas entre tres podemos hacer que entre en razón y colabore. Hasta que un día, hartos de su comportamiento, decidimos pasar a la acción directa y le pusimos una trampa de las que fracturan piernas de manera limpia y sin dejar traumas. Entonces, en cuanto empezó a gritar, aparecimos el resto de vecinos como ángeles de la guarda para echarle una mano y decirle las palabras mágicas. Esas de tú no te preocupes por nada que ya verás cómo sales bien de esta, y de la huerta, ni que decir tiene que nosotros la vamos a cuidar para que no le falte hortaliza variada a tu familia.

Ahora, pasado el tiempo necesario para que la recuperación fuese totalmente satisfactoria, nos adora, y por supuesto, es el que más brasas se pone a la hora de regalar cestas.

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