Llego por la noche a su mansión. Llamo a la puerta y me recibe un empleado de hogar interno.
-Buenas noches, soy el invitado.
-Buenas noches, soy Perkins. Le estaba esperando. Si tiene la bondad de acompañarme, le llevaré a sus aposentos.
-Bueno, Perkins -le digo-, puedes tutearme tranquilamente que soy del gremio, por así decirlo.
-Entonces, pui p'alante, que te voy a llevar a la suite de invitados.
-De puta madre, vamos p'allá.
Efectivamente, Perkins me lleva a una habitación más grande que mi piso y muy bien provista de un montón de cosas que ni imaginaba que existían y que no sé para qué sirven. En una mesa hay una cena espléndida, que por lo visto es para mí.
-Aquí está la cena. Come lo que te apetezca, y si quiere más, solo tienes que tocar esa campanilla y tu amigo Perkins te traerá más.
-Bueno, pues tráeme otra ronda de de todo antes de irte, y así no tienes que volver.
Todo está riquísimo y me pongo las botas. Cuando no puedo más, me arrastro hasta la supercama y me echo a dormir entre sábanas de seda con las iniciales de mi anfitrión, que casualmente coinciden con las mías.
A la mañana siguiente, cuando estoy a punto de tocar la campanilla para pedir el desayuno, que se me antoja campanudo, aparece mi anfitrión.
-¿Todo bien? -me pregunta, mientras hace el gesto de Ángela Merkel poniendo las manos en plan corazón.
-Increíble, ¡qué quiere que le diga! -contesto, por no exclamar ¡vaya tela!, la que tienes aquí montada.
-Antes de desayunar suelo hacer una hora de yoga para relajarme. ¿Te apetece acompañarme?
-¡Claro, claro, te sigo con gusto! -exclamo, mientras pienso que la miseria que paga a sus empleados seguro que les produce una relajación bestial.
La hora de yoga me deja nuevo, tengo que reconocerlo. Durante la sesión nos hemos abrazado un par de veces, y la verdad es que he sentido una energía muy positiva que me ha gustado mucho. Después, me lleva a un jardín espectacular. Hay un montón de flores preciosas, aunque por lo visto son de imitación. No de plástico, sino robots inteligentes creados por su empresa para comercializarlos en masa.
-¿Te gusta el jardín? -vuelve a preguntarme.
-Es precioso. Me encantan las flores desde que tengo uso de razón, lo que viene a ser desde hace dos semanas, cuando cumplí los 52.
El anfitrión no mueve un músculo de la cara y me comenta que las flores artificiales están teniendo mucho éxito en los jardines públicos, porque las administraciones se ahorran un montón de dinero en comprar flores nuevas cada temporada y en mantenerlas. ¡Qué hijo de puta!, pienso, pero le digo:
-Qué tío más listo, nunca se me hubiera ocurrido.
Entonces empezamos a desayunar, pero como lo tengo enfrente, tengo que cortarme de engullir a discreción, porque él bebe a sorbitos el zumo de güarananga de Nueva Zelanda y mastica superdespacio el muesli de avena con bayas del Himalaya. Menos mal que aparece Perkins para decirle que tiene una videoconferencia. Cuando se va, Perkins me hace el gesto de que ataque, y claro, ataco con todo lo que da el saco.
Después de desayunar, mi anfitrión no está. Por lo visto tenía una reunión importante, así que me he ido a la piscina a solazarme tranquilamente mientras espero acontecimientos. Alrededor de las cuatro de la tarde, Perkins me avisa de que hay un taxi en la puerta para llevarme a la reunión donde me espera el anfitrión. Por lo visto tiene que tomar una decisión en la que hay millones de dólares en juego, y quiere saber qué opina una persona del mundo real como yo. ¡Vaya tela! ¡Qué pinto yo en una reunión de negocios! Sin embargo, cuando llego a la reunión, me doy cuenta de que solo es una cuestión de elegir entre dos opciones.
-Sinceramente, ¿qué opción eligirías?
Entonces le miro despacio y pienso: este tío es un tiburón con piel de caballito de mar, y las personas así siempre quieren más.
-Sinceramente -empiezo-, la primera opción es éticamente maravillosa, pero deja poco margen de beneficio. La segunda opción es éticamente reprochable, pero el beneficio es bestial para la empresa. Esto nos posicionaría como los líderes del sector, y todavía tendríamos margen para gastar en obra social, lo que nos posicionaría como la empresa que más invierte en gasto social.
Cuando acabo de hablar, mi anfitrión mueve ligeramente algunos músculos de la cara, lo que significaba absoluta satisfacción por su parte. Entonces hace un gesto con la mano y nos quedamos solos él y yo.
-Me gustas. Me gusta tu capacidad analítica para elegir la mejor opción para la empresa sin dejarte llevar por falsos sentimentalismos. Me recuerdas a mi algoritmo favorito, el que nunca falla. Quiero que te quedes cerca de mí, que trabajes para mí, ¿qué te parece?
¡Joder, no sé qué contestar! Estoy en el paro desde hace tres meses porque una de sus empresas hizo competencia desleal a la empresa para la que yo trabajaba, que tuvo que cerrar. Y de repente estoy delante de él porque gané un concurso de una marca de galletas, que también es suya, para pasar 24 horas en una mansión, porque de vez en cuando le gusta codearse con gente real, de esa que las pasa canutas. Y ahora me pide que trabaje para él. No sé qué contestar, la verdad.
-No sé qué decir. La verdad es que me pilla pero que muy de sorpresa.
-Pues dime lo que quieres cobrar. Eso sí me lo puedes decir.
Qué puedo responder sino un millón de dólares libres de impuestos. Podría renunciar, pero, ¿para qué? El dinero no va a cambiarme por dentro. De hecho, voy a ser yo quien lo utilice para cambiar el sistema desde dentro.
-Estupendo. Te invito a cenar -dice.
-Vale -contesto-, pero esta vez elijo yo el menú: tortilla española, jamón ibérico y, de entrante, una sopita castellana.
Cuando miro a Fred, así me ha dicho que puedo llamarle a partir de ahora, no mueve un músculo de la cara. Mala señal. Pero como me estoy adaptando rápidamente, me rehago con un nuevo menú.
-Quiero decir hojas de pindina de Filipinas, y para picar algo un paté vegetal de calambuco de Pernambuco.
Entonces sí, entonces se le mueven mínimante los músculos y nos vamos a masticar despaciosamente a un restaurante de lujo de ambiente minimalista.
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