Llevaba tres horas practicando el noble arte de la venta ambulante por lo bajini en un lugar discreto de la sierra sin comerme un colín, cuando, de repente, apareció un runner sin camiseta que bajaba corriendo desde a tomar por culo. Al cabo de unos minutos, tras recuperar el aliento, se metió del tirón en un pilón de agua fría de la sierra, donde la buena gente y el camión de incendios vamos a surtirnos de agua. Luego se sentó tranquilamente en una de las paredes y empezó a darse una espontánea sesioncita de pedicura, axiliasis variada y, en un momento dado, algo que le molestaba en el desnudo frontispicio lo dejó por ahí tirado.
Mientras tanto, yo andaba mirando un lacerta schreiberi bien chulo que estaba tomando el solei, cuando por el rabillo del ojo me pareció ver que el colega del pilón perdía el equilibrio y, milagrosamente, en el último instante lo volvía a encontrar. Entonces pensé que si se hubiera caído me hubiera dado mucha, pero que mucha pereza meterme a ayudarlo.
Afortunadamente, el minicapitalismo vino en mi ayuda, y cuando finalmente ocurrió la tragedia, yo estaba practicando la única venta del día a una amable señora a la que tenía que gritar, porque, según me dio a entender, andaba un tanto escasa de los huesos propios del oído.
La venta me había puesto contento. La calderilla siempre viene bien. Era hora de recoger y marcharme mientras durase la alegría. Antes de hacerlo me pasé por el pilón a beber un poco de agua. Entonces me acordé de la movida. ¿Qué le habría pasado al deportista? No había nadie, tan solo un pequeño reguero de lágrimas que se perdía en dirección hacia la civilización. Le dije adiós al lagarto, que parecía sonreír mientras se perdía en dirección a la naturaleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario