Un broker de la bolsa de Nueva York estaba en su oficina contando los talegos ganados con su última fechoría, cuando, de repente, apareció un gigante, lo cogió con dos dedos y lo depositó en medio de la estepa de Mongolia, con tan buena suerte que a tan solo dos días de dura caminata encontró una familia de mongoles.
-¡Buena gente, por Dios, me muero de hambre! ¿A cuánto cobras el vaso de kéfir?
- ¿Cómo dices?
-¡Que cuánto dinero cobras por un vaso de kéfir!
-Pero hombre, ¡qué cosas dices! Híncate de rodillas y mete si quieres la cabeza en el caldero. Ponte a gusto, joder.
-Glup, glup, kéfir rico, glup, glup, ¡hostias, qué amargo!
Cuando el broker se hubo recuperado un poco, volvió a la carga con su rollo.
-Perdone, pero como dueño de los medios de producción del kéfir, usted tiene derecho a recibir una compensación económica, que siempre será justa porque está regulada por la santasantorum ley de la oferta y la demanda.
-Sabes qué pasa -dijo uno de los mongoles-, que por aquí el dinero no se estila. Aquí nadie tiene dinero. Pero, vamos, que no pasa nada, de verdad.
-Pues entonces -insistió el broker- tienes derecho a recibir una compensación en especias o trabajo.
-Cuya compensación está sujeta a la sacrosanta ley de moda.
-Exacto.
-Bueno, pues debido a que este kéfir es la única oferta comestible en 250 km a la redonda, y que la demanda que me demandas de él es tremenda, te voy a pedir lo que me dé la gana. Redondeando, te voy a cobrar dos años echándome una mano aquí con los quehaceres de la yurta, ayudando con los animales, sirviendo tal vez de espantalobos cuando lleguemos al desfiladero del diablo... Pero no te quedes ahí parado, muchacho, vete metiendo leña que esta noche va a hacer una pelona que ya verás.
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