La primera vez que lo vi era solo un fulano que iba tambaleándose por la calle. Alguien al que parecía venirle bien que le regalara una manzana de las que acababa de mangar en la frutería de la esquina. Fue cuando me miró para darme las gracias que vi toda la magnificencia que había en su mirada y comprendí al instante que no estaba delante de un fulano cualquiera. No sabía qué decir. Estaba totalmente estupefacto pero, afortunadamente, Él parecía estar en su salsa.
-¿Qué pasa, creías que no existía?
-Pues hombre, la verdad...
-Tranquilo, no pasa nada. Yo también cometo errores. A veces tanta omnipotencia también se me va de las manos -dijo como para quitarse importancia.
-Ya imagino -respondí yo, dándome una importancia de la que mejor no hablar.
De todas formas, tirando de confianza, aproveché para hacerle la pregunta clave.
-Perdona, ¿me podías decir qué tal voy?
-¿Cómo dices? -replicó, a pesar de que seguramente sabía muy bien por dónde iba el tema.
-Que si voy mereciendo más paraíso que infierno.
-Ja, ja, ja, otro con el mismo cuento. Yo nunca dije que existiera ninguna de las dos cosas. Son otros los que han puesto esas palabras en mi boca para que gente como tú las crea y, por lo visto, funciona.
-¡Hostia puta! Entonces, ¿qué hay?
-¡Es que no te parece suficiente milagro ser eterno y, al mismo tiempo, fugaz! Como las hojas de los árboles que respiran hasta volverse aire, que caen hasta volverse tierra.
-¡Guau, es verdad!, -exclamé por no repetir otra vez ¡hostia puta!
Ahora sí que estaba estupefactado del todo. Al cabo de un rato intenté decir algo, pero ya no estaba. Se había ido. Volvía a estar solo en la calle, con una bolsa de fruta que parecía pesar una tonelada de manzanas por cada una que había mangado.