Alejandro Magno iba ganando batallas y conquistando todo lo que se le ponía por delante. Daba miedo verle venir al frente de su poderoso ejército directamente hacia ti. No quedaba otra que postrarse ante él.
Una mañana, en una ciudad recién conquistada, vio por la calle a un individuo que no se postraba a su paso y rápidamente se tiró hacia él.
- Eh, campeón, despierta -decía Alejan con la espada desenvainada, apuntando directamente al cuello del individuo, que se llamaba Diógenes. ¿Es que no sabes quién soy yo?
-¡Joder, como para no saberlo! Llevas tres días levantando polvo, avanzando con tu ejército para conquistar la ciudad. No se habla de otra cosa. Todo el mundo te nombra.
-Entonces, ¿por qué no te postras tú también ante mí?
- Porque yo estoy a mis cosas de la tinaja donde vivo y las cosas del poder no van conmigo.
-No me cuentes movidas, póstrate o destrozo la tinaja.
-Te la regalo. De verdad, me haces un favor, tengo echado el ojo a una barrica de roble seminueva, casi a estrenar.
-Te corto el cuello si hace falta.
- Con cuello o sin cuello, la ciudad ya es tuya. Toda tuya. Ya no tienes enemigos, solo gente que quiere favores.
-Ya veo... y tú, ¿qué quieres?
-Que sigas con tus movidas para que yo pueda seguir con las mías. Hace un día precioso. El solei en la cara sienta de lujo.
-Pues sí -dijo Aleja. Entonces, envainó la espada, se montó en el caballo y no se volvió a bajar hasta entrar triunfante en la capital de Persia.
Por su parte, Diógenes se recostó un poco más en la tinaja y yo hice lo mismo en la mía, que estaba contigua a la suya,pero que no se veía porque la tapaban unos cañizos.
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